Por Gerardo Fernández Casanova / [email protected]
Cuánto nos ha pesado a los mexicanos la carga histórica de la inferioridad auto alimentada y cuánto nos ha costado.
A despecho de una enorme herencia ancestral, plena de grandes demostraciones de culturas milenarias de enorme relevancia, prevalece un sentimiento de frustración a partir de la conquista española del cual no hemos podido sacudirnos.
De la condición de súbditos de la corona de España transitamos a la de lacayos del yanqui, sin levantar la cabeza para ver más allá del ombligo.
Y cuando a alguien se le ocurre la desmesura de pensar en grande, se le tilda como un “peligro para México” o como el orate que se atreve a hablar de soberanía y a valorizar la dignidad de ser nación independiente, pero que ha calado profundo en la conciencia del pueblo raso, del que no goza de las mieles de que hace gala el gato de angora que luce gustoso el cascabel que adorna su dogal.
El pueblo que finalmente supo que tiene poder y que toma en sus manos las riendas de su destino.
Tuvo que llegar un líder para convocarnos a la revolución de las conciencias, que ya se está dando por sí misma y no habrá poder que la detenga.
Ya no aceptamos que vengan a decirnos que no somos capaces de procesar una pandemia que ha destruido a naciones supuestamente superiores; que tenemos que someternos al yugo del endeudamiento para recuperar nuestra economía.
Tampoco aceptamos que las agencias gringas hagan lo que les plazca en nuestro suelo por el hecho mismo de ser gringas y, consecuentemente, aceptar un juicio a un mexicano burdamente acusado.
Menos aceptamos que desde Wall Street determinen cómo debemos conducir nuestros afanes de progreso, mediante recetas fracasadas.
Todavía menos podemos aceptar que los grupos de pseudo mexicanos de rancia prosapia lacayuna, pretendan detener el tiempo y regresarlo al de la corrupción y la ignominia; no importa cuánto griten y vociferen contra el nuevo estado de las cosas.
El México de hoy, ya no es el mismo que manejaron a su antojo durante siglos. Hoy resurge la grandeza de la raza por la que habla el espíritu, sin afanes de supremacía, pero sin complejos de inferioridad.
Este año recordamos quinientos de la caída de la Gran Tenochtitlan y doscientos de la consumación formal de la independencia.
Son fechas de contradicción, hitos de nuestra historia que marcan una realidad traumática y dramática no cabalmente procesada.
La conquista española destruyó nuestra grandeza ancestral pero construyó una nueva cultura mestiza que es nuestra realidad actual, susceptible de alcanzar también la riqueza de sus vertientes originarias: la autóctona y la invasora.
Rechazar una y valorar la otra sólo sirve para sumirnos en el desconocimiento de los valores de lo que somos hoy.
Elevar la mira para reconocernos podrá sumar las excelencias de ambas vertientes y consolidar el orgullo de la mexicanidad en toda su magnitud, aboliendo toda suerte de discriminaciones y de racismos; haciendo a un lado la desesperada búsqueda de patrones ajenos, por más exitosos que se nos quieran presentar.
Conmemorar hoy las fechas que marcan la contradicción es la fórmula de la recreación o la refundación de un México que puede y debe reconocerse en el orgullo de la pertenencia y de la identidad.
No más complejos de ser menos que nadie, tampoco más; simplemente mexicanos hermanos de la humanidad, con pleno derecho a ser soberano e independiente, pero que por su propia historia ofrece respeto y exige ser respetado.
Lamento mucho que la facción conservadora no se haya dado la oportunidad de intervenir afirmativamente en este proceso y que asuma una actitud acomplejada y anacrónica, distrayendo su caudal de recursos en la difamación en vez de aportarlos a la construcción del México nuevo; que rumien odios en respuesta a la convocatoria del amor patrio y humanista. Ellos se lo pierden, ya ni en Miami podrán ser felices.
En la hora de la reflexión sobre lo que somos y queremos ser, la palabra la tiene el pueblo y nadie más.
Habrá que hacerla escuchar para transformar. Amar es la única consigna.
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M21