“Triunfar en la vida no es ganar, sino levantarse cada vez que uno cae.”
— José Mujica
José “Pepe” Mujica ha partido. Este martes, su fallecimiento fue confirmado por el presidente uruguayo Yamandú Orsi a través de su cuenta oficial de X. La noticia, aunque esperada por el delicado estado de salud que atravesaba desde su diagnóstico de cáncer con metástasis hepática en 2024, ha estremecido a América Latina entera. Con ella, no solo se despide un líder político: se cierra un capítulo imprescindible en la historia de la dignidad rebelde del continente.
Mujica había anunciado con serenidad su enfermedad en abril del año pasado. Rechazó tratamientos invasivos con esa mezcla de sabiduría campesina y honestidad brutal que lo caracterizaba: “Esta vez me parece que la parca viene con guadaña”, dijo, como quien conversa con la muerte con mate en mano.
Su compañera de vida y lucha, Lucía Topolansky, había anticipado su ausencia en las elecciones departamentales recientes. Y hoy, el desenlace lo da a conocer su heredero político. Pero Mujica no se ha ido. Vive ya, sembrado en la memoria de los pueblos, como semilla de insumisión y ternura.
Guerrillero, preso político, legislador, ministro, presidente. Mujica fue todas esas cosas, pero nunca dejó de ser un hombre del pueblo. Integrante del Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, vivió la clandestinidad, la prisión, el aislamiento brutal, la tortura y, después, la libertad ganada con lucha.
En 1995 se convirtió en el primer tupamaro en llegar al Congreso. Fue ministro de Ganadería y luego presidente de Uruguay entre 2010 y 2015, derrotando en las urnas al conservadurismo. Pero nunca se mudó a la residencia oficial. Prefirió su chacra del Rincón del Cerro, donde vivía con su perra, sus gallinas y su honestidad. Donaba el 90% de su salario y se convirtió, sin proponérselo, en símbolo internacional de la austeridad digna.
Pepe no fue un político cualquiera. Su legado está hecho de coherencia, de palabras que nunca contradijeron su hacer. Legalizó el matrimonio igualitario, reguló el mercado de la marihuana, recibió refugiados sirios en un continente que a veces olvida la solidaridad. Y en los foros internacionales, mientras otros hablaban de PIB, él hablaba de felicidad, consumo responsable y sentido común.
Su mensaje nunca fue dogmático, sino humano. Crítico del capitalismo salvaje pero también de la izquierda vacía de praxis. Defensor de los principios, pero siempre más cerca del pueblo que de las élites de cualquier ideología.
En 2020, al retirarse del Senado, dejó una frase que hoy resuena más fuerte que nunca:
“En mi jardín hace décadas que no cultivo el odio. El odio nos destruye.”
A José Mujica no lo despiden los mármoles, sino los abrazos colectivos de quienes vieron en él un espejo posible de la política como servicio, y no como ambición. Su figura permanecerá entre los más grandes del siglo XXI, no por sus gestos heroicos, sino por su capacidad de encarnar lo más humano de la lucha: la humildad, la esperanza, la resistencia cotidiana.
Hasta siempre, Pepe.
Gracias por enseñarnos que se puede ser libre aún tras los barrotes.
Gracias por recordarnos que la vida vale más que el poder.
Gracias por vivir como se habla.
Gracias por ser, simplemente, uno de los nuestros.