Por Gerardo Fernández Casanova / [email protected]
Las estrellas de la supuesta intelectualidad mexicana están empeñadas en el intento de encerrar el debate político, de manera por demás artificial, en una confrontación entre democracia y populismo.
Desde luego, en este artificioso encuadre los intelectuales son los defensores de la democracia, en tanto que AMLO es el brutal exponente del populismo.
Lo interesante del asunto es que resulta ser un debate en el vacío porque ni los intelectuales son demócratas, comenzando por carecer de representatividad alguna, ni tampoco AMLO es populista, por lo menos en los términos en que lo pretenden encajonar.
En este contexto, de lo que se trata se parece más a un juego retórico para esconder el verdadero debate, que en la realidad no es más que el añejo conflicto de intereses entre clases (para no asustar a nadie llamándolo lucha de clases).
Siguiendo brevemente con el juego retórico, las estrellas de la intelectualidad -la crema cantaría Agustín Lara- conformarían la aristocracia (de aristos: estrella y kratos: poder), en tanto que López Obrador representa el poder del pueblo, la democracia.
Lo primero es una aseveración peyorativa de mi cosecha, pero lo segundo es la consignación absoluta manifestada en el sitio idóneo para ello: la urna electoral y esto ya no es juego retórico.
No puede darse un debate cuando una de las partes se ve obligada a mentir y a omitir su propuesta.
En ninguno de sus postulados se defiende al neoliberalismo de manera expresa o sus acciones de privatización y extranjerización de la economía, mucho menos sus resultados en el empobrecimiento de la mayoría.
Lo sustantivo del discurso se limita a tildar al Presidente como dictador o tirano, “comunista”.
Sólo les falta colocar un espía en el departamento que ocupa en Palacio Nacional para que vea el sancocho de infante que se desayuna. Nada más: no hay propuesta que ofrecer.
Si se interpreta literalmente: el que está a favor del pueblo, desde luego que lo es y con él la mayoría obviamente popular. Pero si se le pretende adjudicar el término como sinónimo de demagogo, la respuesta es una rotunda negación.
El demagogo es el que usa la palabra para engañar al pueblo, para engatusar, para lograr una popularidad efímera y hacerse del poder para fines distintos.
La definición les viene como anillo al dedo a priístas y panistas cuya plataforma electoral siempre ha sido el engaño en la fase electoral y el garrote en el ejercicio gubernamental. Esos sí han sido populistas demagogos.
Se acusa a López Obrador de ser un tirano autoritario que tiene sometido al poder legislativo por medio de su mayoría. Vaya estupidez.
¿La mayoría en las cámaras la dio López Obrador por su voluntad omnipotente? o la dio el pueblo con sus votos? ¿Es que tendría que haber pedido a sus votantes que lo hicieran en contra de su partido para diputados y senadores para crear su propio contrapeso? ¡Claro que no!
O exigir a los legisladores que voten en contra del proyecto de su partido para que no los acusen de serviles al presidente ¡Tampoco! Eso no sólo no sería democrático sino extremadamente estúpido.
En el actual proceso electoral la derecha conservadora y su aristocrática intelectualidad buscan ganar la mayoría y acabar con el “tiranuelo tropical”. Es correcto, esa es la forma de hacerlo.
Lo que no es correcto es hacerlo tramposamente, trucando la voluntad del electorado.
No es propio de la elite del conservadurismo “decente” aprovechar su añejo control del Instituto Nacional Electoral para cargar los dados en contra del Presidente y su partido, cancelando candidaturas por fallas nimias o prohibiendo a sus candidatos el hacer referencia a los logros del gobierno federal (que por cierto son muchos).
No les alcanza con tener el casi absoluto control de los medios de comunicación convencionales o la caterva de jueces venales proveedores de amparos a manos libres.
Nada de eso les va a alcanzar.
Igual que en el 2018 la voluntad popular en las urnas se volverá a imponer. Es el maldito autoritarismo del pueblo soberano. Bendito sea.
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M21