Por principio de cuentas, el pueblo es el conjunto total de habitantes de una nación, desde el más encumbrado hasta el más marginado; desde Carlos Slim hasta Perico de los Palotes.
El pueblo dejó de ser vasallo y se asumió como soberano desde la Independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa que proclamaron la extinción de las monarquías, cuya existencia dimanaba de un supuesto designio divino.
Con ello cobró sentido la democracia, o sea el poder dimanado del pueblo, con el pueblo y para el pueblo, consignándola en las respectivas constituciones liberales, en las que el poder y la autoridad son electos en elecciones en las que gana quien logre la mayoría de los votos.
En toda la historia de la humanidad se han registrado los afanes de concentración de poder de algunos sectores de la población para anular el poder soberano de todo el pueblo.
Han surgido retornos monárquicos, dictaduras, tiranías y, en general, fórmulas perversas para crear privilegios y desconocer la soberanía popular, fenómenos que indefectiblemente han derivado en revoluciones, las más de ellas armadas.
La permanencia de los afanes concentradores de poder ha tenido su correlato económico, originando tremendas desigualdades dentro del pueblo mismo, incluso adoptando designaciones diferenciadas para los diferentes estratos de la condición popular.
El término pueblo se reserva para el proletariado, en tanto que a la clase media se le denomina sociedad civil y a los más encumbrados se le conoce como la élite. No obstante, para efectos políticos democráticos, todos somos pueblo.
Traigo esto a colación para insistir en la importancia de que las candidaturas a puestos de elección sean definidas por el pueblo y conforme a sus preferencias y simpatías con tal o cual partido o candidato, mediante la realización de elecciones primarias y considerando el empleo de las encuestas como un instrumento precario para zanjar el conflicto de la selección de candidatos en los partidos.
La mejor encuesta se realiza sobre una muestra representativa del universo, lo que implica que la mayoría de la gente no sea consultada y, en consecuencia, no sea partícipe del proceso y sea proclive a rechazar su resultado.
Es determinante que sean abiertas por la dificultad de los partidos para definir sus padrones de membresía y facilitando el fraude interno; Yucatán en el caso de la candidatura de Calderón por el PAN o Chiapas, en la elección interna del PRD, entre muchos otros.
Siendo abiertas es importante que sean simultáneas y que el ciudadano sólo pueda votar una vez.
Esto para evitar que un partido pueda afectar la votación de otro mediante cargadas y acarreos que distorsionarían los resultados.
Igualmente importante es que sean obligatorias, principalmente para partidos y candidatos que pretendan participar en la elección constitucional, de manera de evitar que se den oportunismos por quienes no pasaron por la prueba de la decisión popular.
Desde luego que todo lo anterior pasa por disponer de una autoridad electoral absolutamente creíble, sin sombra de duda, como lo contempla la iniciativa presidencial a discutir.
También obliga a que la reforma electoral se discuta y amplíe en este año para ser instrumentada en 2023 y puesta en práctica en 2024.
Posiblemente peque de optimista, pero creo que puede resultar importante y beneficioso para todos los partidos, sin dedicatoria para ninguno.
Para concluir, lo verdaderamente importante es la legitimidad de la democracia, “sin apellidos” diría Krause.
Sin dados cargados ni de las acostumbradas triquiñuelas gatopardistas. El pueblo todo lo reclama.
_____
M21