La economía social se impone contra todos las augures y los deseos de quienes siempre adversaron a AMLO. Frente a aquellos que lo tildaron como un peligro para México, el país crece y se desarrolla de forma satisfactoria.
El lema “Por el bien de todos, primero los pobres” no sólo fue un recurso retórico de campaña electoral. Sino el tronco de una visión de país y de un plan de gobierno y eje de la economía social.
El Estado, en su acepción progresista, está obligado a proveer al bienestar de la población, por principio de cuentas en lo tocante a lo social.
En lo económico cumple con un objetivo de gran importancia: fortalecer el mercado interno como motor de la producción. Cosa esta que minusvaluaba la política globalizadora neoliberal, la que priorizó el fortalecimiento del sector externo y las exportaciones.
Por cierto con buenos resultados parciales, al costo de sacrificar la producción del campo y la de la industria nacionales, así como los niveles salariales. Los dos primeros como resultante de la apertura comercial y el tercero como instrumento de competitividad internacional.
Es verdad que la política de sustitución de importaciones y del proteccionismo contra la competencia del exterior produjo una economía ahogada en sí misma. Inmersa en un círculo vicioso de altos costos por escaso mercado.
Pero la opción neoliberal no lo pudo resolver, más que en el sector exportador, principalmente automotriz. Aunque bajo un régimen de maquila de bajo contenido nacional y salarios artificialmente bajos.
En los mismos términos, el destino de los recursos públicos privilegió el apuntalamiento de las grandes empresas. Dejando a su suerte a los sectores depauperados de la población.
Los excedentes petroleros cubrieron los boquetes de los impuestos que dejaban de pagar los grandes contribuyentes. Al grado de constituir cerca del 40% del presupuesto federal.
Las fallas en la operación de tales empresas llevaron a rescates con dinero público, cuyo ejemplo paradigmático fue el mal afamado caso del FOBAPROA. Que convirtió deudas de los particulares en deuda pública, con un elevado costo en la capacidad de inversión y el gasto público. O sea menos hospitales y escuelas, menos carreteras: menos empleos y más endeudamiento externo e interno.
El gobierno de la 4T le dio la vuelta a la tortilla. El presupuesto se incrementó mediante una mayor eficiencia recaudatoria (desde luego la eliminación de las condonaciones de impuestos). Y una drástica reducción del alto costo de la burocracia. Especial mención merece la lucha contra la corrupción.
Por esta vía se calcula un aumento en la disponibilidad de recursos fiscales del orden de un billón de pesos (millón de millones). Tales recursos han sido destinados a un agresivo programa de inversión social. Entregado de manera directa a los pobladores de menores recursos, con énfasis en la juventud.
El otro destino prioritario ha sido la obra pública en grandes proyectos de infraestructura. Con los efectos de crear empleos. demandar insumos nacionales para reflotar la industria nacional y fortalecer la capacidad del estado como rector de la economía.
Cabe anotar que todo esto se hace a contrapelo de las “recomendaciones” del Fondo Monetario Internacional, motivo central de la evitación del endeudamiento.
No obstante el tremendo impacto de la pandemia de covid, hubo oídos sordos al canto de las sirenas para adquirir deudas. Para salvar a las grandes empresas, sino aplicar el apoyo abajo, a los más necesitados.
Con esto se evitó o se redujo sustancialmente el efecto de la crisis en el consumo de las mayorías. Lo cual, indudablemente, mantuvo en funcionamiento a la gran industria proveedora de los satisfactores para la demanda de la gran mayoría. Lo anterior explica la inusualmente rápida recuperación de la generación de empleos y de la capitalización de la gran empresa.