El reciente triunfo de la doctora Claudia Sheinbaum como presidenta de México aviva un antiguo debate lingüístico: ¿es correcto decir “presidenta” o debería mantenerse la forma “presidente” incluso al referirse a una mujer? Esta pregunta genera discusiones en diversos sectores de la sociedad, especialmente entre quienes consideran que el uso de la “a” es un error gramatical, y aquellos que abogan por un lenguaje que refleje la realidad de género.
Sheinbaum, al recibir la constancia de mayoría por parte del Tribunal Electoral, declaró con firmeza: “¡Las mujeres podemos ser Presidentas! Y con ello, hago una respetuosa invitación a que nombremos Presidenta con ‘A’”. Estas palabras no solo celebran su logro histórico, sino que también buscan desafiar y transformar las normas lingüísticas que históricamente dominan por un enfoque masculino.
El término tiene una historia más larga de lo que muchos suponen. Según la Real Academia Española (RAE), la palabra está documentada en el idioma desde el siglo XV. El testimonio más antiguo registrado se encuentra en una traducción al castellano del Libro de las mujeres de Francesc Eiximenis, publicado alrededor de 1448. Y se usaba el término para referirse a una mujer que presidía una comunidad.
Sin embargo, durante siglos, se utilizó principalmente para denotar a la esposa de un presidente, en lugar de a una mujer que ocupaba el cargo por sí misma. No fue sino hasta finales del siglo XX y principios del XXI cuando el término comenzó a adquirir un nuevo significado, impulsado por hablantes que querían expresar claramente que había mujeres en posiciones de liderazgo.
El debate sobre el uso de no es nuevo. En 1787, Tomás de Iriarte ya respondía a críticas sobre este y otros términos terminados en -nte, defendiendo la formación del femenino en -a. Este cambio, argumentaba, era coherente con la naturaleza del idioma español, que ya aceptaba formas como regenta, asistenta e intendenta.
Pese a que la RAE ha reconocido desde hace mucho tiempo la validez de “presidenta”, la controversia persiste, sobre todo en el ámbito público y político. En 2019, en Argentina, Cristina Fernández de Kirchner, pidió ser llamada “presidenta”, a lo que algunos se negaron, prefiriendo usar “presidente”. La RAE respondió en Twitter que, al referirse a una mujer, la opción más adecuada era “presidenta”, un término documentado desde el siglo XV.
A nivel lingüístico, el debate se centra en si es correcto o necesario formar el femenino en sustantivos terminados en -nte. Mientras algunos argumentan que el cambio es incoherente y que términos como “presidente” no deberían variar, otros defienden la adaptación al género, subrayando que es tan válido como otras formas femeninas en -a, como gerenta, clienta o asistenta.
Este debate va más allá de la gramática; toca temas de identidad, visibilidad y poder. El uso de “presidenta” no solo reconoce a las mujeres en cargos de liderazgo, sino que también desafía las estructuras tradicionales de la lengua y de la sociedad, que durante mucho tiempo han invisibilizado a las mujeres.
En México, la declaración de Claudia Sheinbaum marca un hecho histórico no solo en la política, sino también en la lucha por un lenguaje inclusivo y representativo. Al insistir en ser llamada “presidenta”, Sheinbaum no sólo afirma su posición, sino que también invita a la sociedad a reconsiderar y adaptar el lenguaje para reflejar una realidad en la que las mujeres.
Este debate, que resuena en todo el mundo hispanohablante, es un reflejo de los cambios sociales y culturales en marcha. La lengua, como un ente vivo, se adapta y evoluciona con su tiempo. La controversia en torno a cómo llamar a la Jefa del Poder Ejecutivo de México es un claro ejemplo de cómo el lenguaje puede ser tanto un campo de batalla como un instrumento de cambio en la lucha por la igualdad de género.