Por Gerardo Fernández Casanova / [email protected]
Creo que en México padecemos el más complicado sistema electoral, producto de su misma historia. Recordemos que el sistema político nació de una revolución armada y violenta. La cual no tuvo un punto final, sino que fue agotándose hasta llegar a su fase institucional.
La reacción sobrevivió a la fase armada, incluso la retomó en los años cristeros. Pero el sistema revolucionario no necesariamente tomó la bandera de la democracia electoral: los riesgos ante una reacción beligerante no permitían ese lujo.
De ahí que la triquiñuela y el fraude fueran instrumentos usuales en los procesos electorales y la propia gestación del partido hegemónico tomara carta de naturalización. La vecindad con los Estados Unidos y el gran poder social de la iglesia católica estuvieron siempre presentes para aniquilar el afán revolucionario que, por su parte, tampoco fue exitoso en buena medida.
Producto de su propio éxito el régimen revolucionario fue creando una sociedad cada vez más exigente. El proletariado y la pequeña burguesía crecieron y fueron cada vez más demandantes en materia de participación política y de mayor disfrute del bienestar. En contrapartida el régimen se estrechó en su decisión de no soltar el poder.
La guerra fría entre la URSS y los Estados Unidos culminó con el triunfo norteamericano y su “democracia occidental cristiana” (llámese ultracapitalismo imperial), creó la pretensión de un modelo único de democracia electoral libre, siempre y cuando fuese capitalista y colonial. México cumplía con todo a excepción de la libertad electoral. Habría de corregirse la falla.
Hacia finales del siglo xx, la presión social alcanzó niveles de insoportabilidad para el sistema y se fueron aplicando parches para encubrir de mejor manera las triquiñuelas y los fraudes, El de 1988 que impuso a Salinas de Gortari y al neoliberalismo fue aberrante y desató diversas formas de violencia, la armada incluso, y obligó a ir abriendo más el sistema. Este proceso careció de racionalidad y se trató de un toma y daca lleno de trampas veladas, que había que corregir en el propio proceso, haciéndolo más tortuoso y opaco, además de muy oneroso.
Con todo este tortuoso proceso no se ha logrado aún el mínimo indispensable de la racionalidad que es el de disponer de un árbitro imparcial y respetado. Se mezclan afanes puristas con intereses parciales normalmente contra el partido en el poder actual.
La estructura del Instituto Nacional Electoral obedece a los intereses de su anterior Consejero Presidente, Lorenzo Córdova, que al sentido común; se utilizan raseros diferentes para asuntos similares, dependiendo del que resulte dañado o beneficiado.
Hay riesgo de quiebres nocivos, aunados a una actitud similar en la Suprema Corte de Justicia, más aún cuando la ventaja de la candidatura presidencial oficialista muestra cifras muy altas de intención de voto. La tentación reaccionaria es la de demeritar al proceso y pretender abortarlo o, por lo menos, lesionar al grado de debilitar al próximo gobierno.
Ante tal escenario sólo existe un verdadero antídoto: la masiva participación popular en la elección, de preferencia a favor de la continuidad de la transformación, o de la candidatura de su convicción, pero votar. No hay triquiñuela ni fraude que soporte un aluvión de votos. Esa es la tarea a que debemos dedicarnos con denuedo los que queremos que el país continúe en la ruta del progreso. El dos de junio será inolvidable. No se vale ni la desidia ni el exceso de confianza, cada voto vale y el de cada quien vale mucho.