Cuando una sociedad registra grados supremos de desigualdad e injusticia, cuya estructura orgánica (constitución, leyes e instituciones) ya no es capaz de procesarlas satisfactoriamente, la propia sociedad genera una condición revolucionaria para proveer a un estado de cosas que subsane las deficiencias.
Para que ello suceda la sociedad no actúa en automático, requiere de organizarse y esto, a su vez, necesita de personas que convoquen y dirijan el movimiento social. Puede obedecer y ser convocada por odio a la injusticia o también por amor al prójimo y a la justicia.
La motivación por odio generalmente deviene en violencia y, por lo mismo, provoca otras injusticias; cuando lo predominante es el amor hay una mayor certeza de conducirlo de manera incruenta y con mayor eficacia terminal.
Desde luego que es más sencillo promover el odio de la sociedad oprimida y conducirla a expresiones de violencia, generalmente infructuosas, que fincarla en el amor, el cual reclama de mucha formación de conciencia en la base popular agraviada.
En contraparte, quienes han sido beneficiados (y generalmente causantes) de la injusticia no pueden sustentarse en el amor al prójimo sino a su propio beneficio, de suerte que su actitud se caracteriza por el egoísmo y el odio, expresados en vicios como el clasismo, el racismo y el individualismo.
Naturalmente, el temor a la pérdida del status acostumbrado o propio de su formación educativa, mueve a dotar de gran intensidad a su actitud defensiva, frecuentemente acompañada por la represión violenta y de autocomplacencia por sus promotores amparados por “sus” constituciones, leyes e instituciones.
Creo que hasta se sienten moralmente justificados en una conducta de conservar el estado de cosas y temer a las consecuencias de la transformación.
Así ha sido la historia de la humanidad y lo seguirá siendo hasta el infinito. Por tomar el brevísimo plazo de los últimos dos siglos y medio; la Revolución Francesa se produjo por la exacerbación del absolutismo y la tiranía monárquica (derecha) y fue convocada por el pueblo, entonces encabezado por la burguesía (izquierda) y, triunfante, devino en la libertad individual, en la igualdad de los derechos de la humanidad y, en lo económico, al capitalismo y la libertad de mercado.
Subido este escalón, en su momento afirmativo, se gestó una desigualdad injusta por los abusos del capitalismo contra los trabajadores proletarios, para quienes la revolución sólo agravó su sufrimiento.
De ahí que se genera una nueva demanda revolucionaria inspirada en la justicia social, la que sólo por excepción ha podido progresar, aunque ha provocado avances en la corrección de excesos por la vía de las leyes protectoras del trabajo y por la procuración, ahora frustrada, de los estados de bienestar.
Yo pienso que así podemos caracterizar la circunstancia mexicana actual. Desde muchos años atrás la Revolución Mexicana y sus aportes a la justicia se fueron desdibujando.
Los instrumentos de promoción de la justicia fueron siendo trastocados en armas de control del avance social, hasta caer en el pernicioso neoliberalismo que endiosó al dinero y al mercado y lo colocó muy por encima del ser humano.
La correspondiente inconformidad se fue acumulando, con momentos estelares de explosión como fue el Movimiento Estudiantil en el 68: la insurrección electoral del 88 y del 2006, cada vez de mayor fuerza y cada vez respondida con mayor represión. No fue sino hasta el 2018 que la sumatoria de los agravios llevó a una inmensa mayoría a expresarse en las urnas por una transformación profunda de una realidad oprobiosa y lo hizo de manera no violenta pero muy signada por el amor al que su líder convoca insistentemente.
Del otro lado, el del conservadurismo, priva el odio francamente irracional; igual como sucede en Perú y Argentina, aunque puede generalizarse al continente y al mundo entero. Es una pena que la historia sea de esta manera, pero así es, aunque siempre serán los menos.
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M21, dic 20, 2022.