Es indudable que desde hace tres años México entró en una dinámica insólita. Estábamos muy acostumbrados a que no se hicieran olas (ni bolas) y, si se presentaban, se derramaba suficiente aceite (a veces hirviendo) para calmarlas. Hoy el oleaje es tormentoso pero virtuoso.
Se vive en permanente agitación; cotidianamente, desde las 7:00 A. M. toma la batuta el principal agitador, el más puntilloso y el más consecuente, el Presidente de la República, nada más y nada menos.
No hay día en que no agite las conciencias de las y los mexicanos en defensa de la transformación de la vida pública del país.
Está en su papel: esa es la principal responsabilidad del dirigente de un país.
Obviamente nos toma de sorpresa, para unos excelente y para otros pésima, que se conjuguen en la misma persona el liderazgo social y la dirigencia formal en la Presidencia.
La coyuntura es única y de difícil repetición (ya abordaremos el tema de la sucesión más adelante).
El sorprendente agitador se da el lujo de someterse al escrutinio popular a mitad del mandato: ¿Voy bien o me retiro?
Para los que la sorpresa nos resultó excelente asistimos con el mayor ánimo a ratificarle el mandato.
Para los que la consideran pésima, no les quedó de otra que rendir la plaza y dedicar su esfuerzo al boicot y la denigración de la consulta revocatoria.
En paralelo se registra otra tormenta de tintes monumentales por la soberanía nacional y el compromiso con los intereses populares.
La reforma constitucional en materia eléctrica que corrige los desastrosos efectos de la provocada en 2013 por el neoliberalismo de Peña Nieto, que entregó la industria eléctrica al juego del mercado o, para entenderlo mejor, a las grandes empresas privadas de la electricidad, mayoritariamente extranjeras y, más precisamente, españolas.
Baste recordar el deleznable papel del Rey Juan Carlos (hoy eméritamente defenestrado por corrupto) haciendo de agente de ventas de Iberdrola o de Repsol, usando el parapeto de las Cumbres Iberoamericanas.
Hoy esas monárquicas empresas se defienden como gatos panza arriba para mantener los privilegios de que fueron objeto por la reforma energética peñanietista, la que colocó al Estado y a su instrumento, la Comisión Federal de Electricidad, en absoluta indefensión ante la competencia desleal e ilegítima de esas empresas coloniales.
El Presidente López Obrador intentó primero la persuasión para deshacer los desaguisados y no prosperó, tampoco prosperó un decreto presidencial.
Tuvo que promover una ley que obtuvo las mayorías legislativas, pero que fue sometida a una feroz lluvia de amparos y de un litigio de inconstitucionalidad promovido por la Comisión de Competencia Económica, organismo autónomo del estado mexicano (neoliberal desde luego).
Fue hasta el 7 de abril que la Suprema Corte de Justicia avaló la constitucionalidad de la referida ley (para ser sinceros: los ministros proclives a la inconstitucionalidad no lograron la mayoría de ocho votos, por lo que lo cuatro votos favorables fueron suficientes). Vigente la nueva ley se resuelven algunas partes importantes del problema.
Como la ley había sido en extremo obstaculizada, el Presidente promovió ante el Congreso una reforma constitucional en materia eléctrica, lo que ha dado lugar a un debate amplio, en parlamento abierto, e importante difusión en la sociedad.
El próximo martes 12 de abril se votará por los diputados y, en caso de aprobarse, pasará a la discusión por los senadores.
En ninguna de las cámaras la coalición de los partidos que respaldan la transformación cuenta con la mayoría calificada necesaria para una reforma constitucional.
Para disgusto de quienes añoran los mares calmos, la polarización está en pleno esplendor. En la prensa convencional y en las dirigencias de los partidos opositores, la defensa de los intereses de las empresas particulares registra un muy alto voltaje.
Pero en las calles y en las redes sociales el pueblo mayoritario (que no vota en las cámaras pero pesa en la política) se ha volcado en respaldo al Presidente y a su proyecto de ordenación nacionalista del servicio público de energía eléctrica; atentos al marcaje a los diputados y senadores para, en su caso, señalar con dedo flamígero a quienes voten contra el interés nacional. Esta es una novedad política, se acabará la hipocresía y la venta al mejor postor.
Los partidos opositores, bajo el mando y la rienda corta de Claudio X. González y sus intereses empresariales y extra nacionales, se manifestaron estridentemente en contra y así es posible que suceda.
Pero basta que un puñado de legisladores honestos o, por lo menos, preocupados por su prestigio ante el pueblo, voten a favor como también es muy posible que suceda.
Son tiempos estelares los que se viven y la semana próxima informaremos de su desenlace. Vale mucho la pena vivirlos y sentir el honor de estar con Obrador.
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M21