El pasado 5 de febrero se conmemoraron las promulgaciones de las constituciones federales de 1857 y la de 1917, esta última la que hoy nos rige.
Pero, además, en el futuro merecerá ser conmemorada la conmemoración (a despecho de la buena sintaxis) del 5 de febrero de 2023 como el acto oficial definitorio por excelencia del, digamos, retrato político del país, expuesto por los más altos representantes de los Poderes de la Unión, no precisamente unidos, por cierto.
Cinco discursos: el del Gobernador de Querétaro, en su carácter de anfitrión, mesurado sin dejar de mostrar su filiación panista y conservadora; el de la flamante Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, haciendo gala de irreverencia, so capa de independencia; el del Presidente de la Mesa Directiva de la Cámara de Diputados, aunque a título muy personal; el del Presidente de la Mesa Directiva del Senado de la República, aunque a título muy partidista, y el del Presidente de la República a nombre del Poder Ejecutivo Federal, todos ellos citados por orden de aparición.
La Magistrada Presidente de la SCJN hace su debut en público, oronda y muy digna, sin saludar al Presidente de la República al inicio de su discurso y haciendo caso omiso al hecho de haber sido electa en medio de un desaseado proceso que empleó el infundio del plagio de la tesis de licenciatura de otra propuesta competitiva.
Su discurso destiló la demagogia de un Poder Judicial impoluto –que el pueblo soberano califica como extremadamente corrupto- y subrayando su papel como garante de la Constitución, para vanagloriar la necesaria independencia de los juzgadores en tal ejercicio. Fue prístina la funcionaria en la defensa a ultranza de un reducto del régimen caduco que sigue defendiendo los intereses particulares, nacionales y extranjeros, y contrariando los de la Nación y del pueblo. Memorable cinismo e hipocresía.
Siguió el Diputado Presidente de la Mesa Directiva de su Cámara, con un discurso cargado de equívocos históricos por el que pretendió destacar el diálogo entre fuerzas en la factura de las constituciones, ignorando o dejando de lado el hecho de que todas han sido resultantes de conflictos armados cuyo vencedor determinó el sentido y el contenido constitucional.
Especial mención merecen la de 1857 después de la Guerra de Reforma mediante la que la facción liberal, con Juárez a la cabeza, derrotó a la conservadora. Igualmente sucedió en 1917, cuando la Revolución Mexicana derrocó a la dictadura porfirista (conservadora) y a su intento golpista reivindicatorio.
La Constitución de 1917 fue elaborada por los revolucionarios triunfantes, una vez erradicada y destrozada la reacción conservadora. Sarta de mentiras para tratar de dar soporte a su reclamo por el “diálogo en unidad” para trazar el rumbo del país y contra la polarización prevaleciente. Desmemoria política o senil, no importa, es una rotunda falsedad. Pero para culminar su estulticia (estupidez, pues) el presentado como representante de un poder, habla a título partidista y, más aún, personal como aspirante a la candidatura presidencial. Su alocución sólo pintó con burdo trazo a la facción conservadora vencida, no en la guerra fratricida, sino en las urnas de la democracia.
A continuación el Presidente de la Mesa Directiva del Senado dio un buen discurso con el cual concuerdo, pero que igual pecó de partidista y poco institucional ante la pluralidad del Senado. Demasiado edulcorado para un pueblo que exige definición y claridad.
El Presidente de la República ofreció una cátedra de claridad histórica y desmitificó a la impoluta Constitución, tan llevada y traída por quienes le antecedieron en el uso de la palabra. Bastó el recuento de las modificaciones realizadas durante el periodo neoliberal, que llamó también “neoporfirista”, mediante las que se trastocó el espíritu y la letra de la Constitución humanista de 1917, para dar carácter de legalidad al más grande atraco a la Nación, por las que se entregó a los particulares casi todos los recursos naturales y los servicios del Estado, de modo de reducir éste a su mínima expresión para dejar al mercado el dominio de la economía nacional y, por ende, producir la más inicua desigualdad social.
No puede existir un diálogo entre proyectos diametralmente tan diferentes, sólo el pueblo define la opción y así lo ha venido haciendo desde 2018. Lo demás es demagogia para conservar privilegios. No sin recordarnos a todos que se hace en y por la paz, y que esta sólo es producto de la justicia.