Por Gerardo Fernández Casanova / [email protected]
La mayor riqueza de un país es su población, en la medida de que pasa de la simple condición de habitante a la muy compleja de ciudadano es requisito ineludible para la democracia.
La ciudadanía implica el sentido de pertenencia, la identidad nacional y la decisión de ejercer la soberanía en la determinación del proyecto de país en que se anhela vivir.
Tal condición enfrenta una lucha permanente para hacerse efectiva; factores nacionales y foráneos son frecuentemente obstáculos a su concreción.
Desde luego que la concentración del poder político en grupos privilegiados es causa y efecto de la debilidad o la ausencia ciudadana; no se diga la dependencia de un poder colonial externo.
Son muy pocos los países cuya población es ciudadana; la enorme mayoría registra una condición deficitaria en la materia.
La democracia es una asignatura pendiente en gran parte del planeta.
La democracia no se agota en la elección periódica, más o menos competida, de los representantes a quienes se les delega el poder para dirigir a un país.
Se requiere de la participación ciudadana, tan amplia que sea posible, de suerte que la soberanía popular, que es piedra angular de la constitución política, se ejerza plenamente.
La consulta, el referéndum, el plebiscito y la revocación del mandato, son instrumentos que la ley consagra al objetivo de la democracia participativa.
Para los regímenes autoritarios la participación de la gente en decisiones trascendentales es veneno puro; si la han incluido como derecho constitucional ha sido una dádiva tramposa: las disposiciones legales para su puesta en práctica han sido excesivas y tortuosas, nugatorias del derecho en la práctica.
Es de recordarse la solicitud de consulta relativa a la reforma energética de Peña Nieto, respaldada por el triple de las firmas requeridas, pero que fue negada por la corte con el falaz argumento de que los asuntos fiscales no son materia de consulta; de haberse dejado correr no estaríamos padeciendo los efectos antipopulares de tales reformas.
Adicionalmente, la oposición en el congreso ha impedido que las consultas se realicen en paralelo a las elecciones federales de cada tres años, por razones de estricto cálculo politiquero, que reducen a una tercera parte de las acostumbradas el número de casillas de votación, siempre como artimañas para negar al pueblo su derecho a la participación a las que se agregan, de forma artera, disposiciones administrativas absurdas de veda electoral que anulan la promoción ciudadana para la participación.
Resulta claro que, en esta ocasión la consulta de revocación va a significar un rotundo apoyo para la continuidad del Presidente hasta el fin de su mandato.
Pero la oposición se desgañita denostándolo y quisieran defenestrarlo, pero desprecian la vía constitucional, prefirieran un golpe legislativo o judicial en el que el pueblo no pueda meter mano.
Acepto que en esta ocasión el ejercicio no obedece a la voluntad de un pueblo de exigir la renuncia de su presidente, sino a la de dejarlo establecido como instrumento útil aplicable en cualquier otro caso en que el gobernante traicione su compromiso de gobernar con honestidad y en beneficio de la nación.
De haber existido el instrumento en varios de los gobiernos neoliberales nos hubiésemos librado del saqueo a que se vio sometido el país entero y otro gallo cantaría.
En este caso se trata de un ejercicio didáctico de la mayor importancia. Se trata nada menos que de formar ciudadanía, de establecer en la población la cultura de la participación y de aprender a tener poder.
Esto es ingrediente indispensable para alcanzar una condición de país sólido, progresista y democrático.
De la forma que usted guste hacerlo, pero es importante el esfuerzo de acudir a votar y de invitar a la gente para hacerlo. Las generaciones futuras de la ciudadanía nos lo sabrán reconocer.
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