Gerardo Fernández Casanova/[email protected]
Ofrezco una sincera disculpa por la pérdida de asiduidad en mis envíos y expreso un gran agradecimiento a quienes amablemente me lo reclaman. La verdad es que prefiero guardar silencio cuando la cabeza se me atora en un tema, me es difícil zafarme y abordar otro diferente. Es obvio que no soy un profesional de la opinión ni vivo de serlo.
Dicho lo anterior y no sin grandes temores me referiré al tema enunciado comenzando por expresar experiencias personales relacionadas con él. Me tocó ser fundador y primer director de la Comisión para la Regulación del Suelo del Estado de México, un ambicioso proyecto destinado a intervenir en el mercado de vivienda para proveer de terrenos seguros para la gente que no disponían de derechos por las vías del INFONAVIT o el FOVISSSTE, justamente los más necesitados; también incluía la regularización de los asentamientos humanos espontáneos (irregulares) y la evitación de nuevos casos de este tipo.
En estas tareas mi trato más frecuente era con mujeres organizadas, incluso debo confesar que cuando el trato era con hombres, con la mayor frecuencia se trataba de afanes politiqueros poco genuinos (gandallas, pues).
La mujer es, en esas condiciones, la más afanosa para gestionar su demanda de suelo para vivir y constituir un patrimonio seguro. Mientras que el hombre tiene que ocuparse para proveer el sustento; los estudios socioeconómicos así lo corroboraban en el mayor porcentaje.
Puedo aventurarme a afirmar que ciudades como Ecatepec, Nezahualcóyotl, Chalco o Chicoloapan fueron gestadas por la fuerza de las mujeres organizadas. De la obra física se hacían cargo preponderantemente los hombres, aunque no sólo. Esa fue una enriquecedora experiencia social y política.
Aprendí a respetar la capacidad de iniciativa de la mujer y su tesón en la procuración de sus objetivos. También aprendí o entendí una cultura de compartición de esfuerzos distintos entre mujeres y hombres. Me refiero al grueso del universo con que me tocó trabajar y me pareció justo y eficaz, un modelo natural de complementariedad de géneros en igualdad de méritos. No era cosa de feminismo o machismo.
Es en este contexto que me resisto a comprender la competencia entre géneros (también por tener 80 años con resabios de formación machista, mas nunca misógina y siempre caballerosa). En mis posibles atavismos encuentro un hilo conductor en el proceso de formación de esta cultura de competencia de géneros estrechamente ligada a la economía capitalista e imperialista generadora de las guerras, que llevó a la fuerza de trabajo masculina a morir en enfrentamientos bélicos estúpidos; la mujer tuvo que asumir el reemplazo del hombre en la tarea productiva.
La manipulación de medios se enfocó a desprestigiar la maternidad y la familia tradicional, para incorporar a la mujer en el mercado laboral, con lo que se produjo, además, la sobreoferta y la precarización laboral, incluido el debilitamiento del sindicalismo; esto en el retorno a los tiempos de no guerra (no puede hablarse de paz).
Todo esto en beneficio del capital y del sector patronal. Súmese la tecnología de los electrodomésticos. Así, aunque de manera parcial, se me ofrece una vertiente de la comprensión de fenómenos y conflictos que hoy se viven en el mundo.
Tal parcialidad no me lleva a ignorar la irracionalidad de la cultura machista prevaleciente. Menos aún a desconocer la capacidad de la mujer para desempeñar labores de alto valor profesional y su pleno derecho a desempeñarlas en igualdad y sin dar lugar a la discriminación o a la cosificación sexista.
Creo que el tema reviste serias dificultades porque no hemos aprendido a desenredar la madeja; se manejan generalizaciones acríticas y distorsiones envenenadas que poco ayudan a la construcción de una humanidad más justa e igualitaria.