El 11 de septiembre del año 2009, a través del boletín 1118/09, la Procuraduría General de la República (PGR) informaba del arraigo en contra de Ana Georgina Domínguez Macías, quien fuera detenida en Coatzacoalcos, Veracruz, por personal del Ejército mexicano el día 10 del mismo mes.
“Cuando salía de una casa de seguridad a bordo de un vehículo en el que se encontrara documentación contable que la relacionaba con los “Zetas”, donde presumiblemente servía de enlace…”, así lo relataba el documento.
El secuestro en esos términos NUNCA sucedió y los delitos imputados fueron fabricados con la misma impunidad que todos los mexicanos conocíamos.
La destrucción de la puerta principal del departamento 402 del conjunto habitacional Kairo, edificio B, en las calles de Carrillo Puerto esquina Francisco Téllez, colonia Vistalmar, a las 4:00 de la madrugada del día 9 de septiembre de 2009, NO pasó desapercibida para nadie.
Un grupo de militares del Ejército mexicano, sin órdenes de aprehensión ni cateo, secuestraba en su propio hogar a Ana Georgina, y a Eduardo, su esposo, ante la mirada impávida de sus hijos y numerosos vecinos alertados por el escándalo.
Ha pasado mucho tiempo, más de doce años, desde aquel evento sumido en la ignominia y la mentira, cuyo secuestro permanece vigente en centros de reclusión donde habitan la tristeza y la amargura inmerecida.
Ana Georgina nos narra su llegada y “breve” estancia en “Santiaguito” (un año dos meses) y la historia de crueldad sufrida en un temible penal federal de Nayarit, que la torturara por cinco años.
Después seguirían otros cinco años en Morelos y el regreso a “Santiaguito” en Almoloya, Estado de México.
Todo el miedo que sentía en el arraigo (90días), creí que se disiparía al salir de ahí, pero no fue así.
–Toma tus cosas que ya vas a la Grande–, me dijeron.
No sabía a qué se referían. De pronto me doy cuenta qué me llevarían a otro lugar. Me esposaron de pies y manos, no podía caminar, incluso, me caí varias veces y me levantaban como trapo y con insultos.
Me decían que al penal al que llegaría, las celadoras y compañeras me darían una “buena recibida”, me golpearían y bañarían con agua helada.
Yo tenía miedo, y en mi mente decía: ‘Dios mío, cuídame y no permitas que me sigan dañando, esto es una pesadilla, no puede ser real’.
Gracias a Dios no me hicieron nada, al contrario, se portaron muy bien. Las custodias me decían: ‘tranquila, ¿tienes mucho miedo verdad?’.
Aquí nadie te hará nada. Y así fue.
Mis compañeras también se portaron muy bien, me compartieron ropa, cobijas, comida, y bueno, nadie me volvió a golpear.
El tiempo que estuve aquí fue más tranquilo. Estuve en una obra de teatro, participé en un concurso de belleza, ganando el segundo lugar (me volvía a sentir humana), jugábamos volibol y pude ver a mis padres, dos veces.
Hasta que una mañana del 12 de marzo del 2011, nos llevaron al área médica para certificación. La razón es que nos íbamos de traslado a Nayarit porque era un penal para delitos federales.
Después, nos suben a un vehículo gris que estaba blindado y con cámaras, sus ocupantes eran hombres y mujeres de la Policía Federal. Mientras estuvieron nuestras custodias se portaron bien, pero una vez que salimos de “Santiaguito”, empezaron a gritarnos y a decirnos, que, a partir de ese momento, solo se acataban indicaciones.
Nos pusieron grilletes en manos y pies, y teníamos que ir sentadas pero inclinadas viendo hacia el suelo.
Llegamos a Santa Martha Acatitla. En ese penal, subieron al camión que nos llevaba a dos mujeres: Adriana Guerra y a una señora que le decían “la reina del Pacífico”, Sandra Ávila Beltrán. A ellas, les dieron las mismas indicaciones. La señora Beltrán dijo que ella no iba a obedecer esas órdenes, y nos gritó:
–“Ellos no tienen por qué ‘sobajarlas’, están para cuidar nuestra integridad física, no para abusar de su autoridad!”–. De inmediato la encañonaron.
Cuando escuché que cortaron cartucho, creí que la matarían, me quedé sin aliento, como si me hubiera paralizado el miedo por lo que podría suceder.
Ella, con altivez le dijo: –¡Jálele! Ándale cabrón, jálele, no le pienses, pero atente a las consecuencias–.
Gracias a Dios no pasó nada pues entró un Federal y les dijo:
–Ya cálmense, déjenla.
Sandra volteó a vernos y nos dijo: –Niñas no permitan que las traten mal, seguimos siendo seres humanos–.
El traslado fue terrible, no podíamos caminar hasta el avión, nos empujaban las federales y nos daban golpes en la cabeza. El vuelo duró como una hora y media aproximadamente.
Al llegar al reclusorio fue peor, nos ingresaron a golpes, y al mismo tiempo gritaban que a partir de ese momento, sólo teníamos que obedecer órdenes, traían pistolas que daban toques eléctricos.
Nos desnudaron, tomaban fotos por todos lados de forma denigrante, y nos dieron un pantalón y camisola de color beige. Ese era el uniforme que usaríamos.
Cuando nos conducen a las estancias, nos dicen que viviríamos ahí cuatro personas, con dos literas, dos bancos y una mesita de acero inoxidable, un bañito y regadera de a “chorro”.
El agua era helada y sólo podíamos bañarnos a la hora que las custodias lo indicaran. Si por alguna razón te bañabas en otro horario imponían un castigo.
No había ventanas, sólo un pequeño cuadrito donde podías ver hacia el patio. Si te veían las custodias viendo por la ventana era castigo, si uno compartía la comida y la cámara nos veía, era castigo, si no bajabas la cabeza y ponías las manos atrás de la espalda, era castigo.
A las 7:00 am era el desayuno, y sólo teníamos diez minutos para comer, si no habías terminado, la custodia te arrebataba la charola y la tiraba a la basura. La comida era muy mala y escasa.
La comida era a la 1 de la tarde y la cena a las 6. Era tanta el hambre que aprendimos a valorarlo y comer así.
En muchas ocasiones enfermamos del estómago, y en la clínica no contaban con medicamentos ya que ese penal era nuevo. Éramos las “conejillas de indias”, estaban experimentando. Batallamos con lo básico: papel higiénico, toallas sanitarias, shampoo, pasta de dientes.
La directora era muy inhumana, hasta que los abogados de Sandra Ávila metieron un amparo y supimos que por ello empezaron a proporcionar cosas de higiene personal. Eso le costó a ella un tiempo en castigo pasándola realmente mal.
La caminata era en una cancha pequeña y solo una hora. No había actividades, nos prestaban un libro cada tres meses y no podíamos intercambiarlos entre compañeras porque eso significaba un castigo. Contábamos con derecho a una llamada a la familia cada quince días. Teníamos una hora para salir al comedor y jugar dominó y ajedrez.
Me gustaba ver a Sandra Ávila y Adriana Guerra jugar, pero la verdad no entendía. Un día me dice Sandra: –¿quieres jugar bonita?–. Así me decía de cariño. Le dije que sí y en menos de una hora aprendí. Eso me puso muy contenta, y dijo: –hum, además de bonita inteligente–.
Tuve la oportunidad de conocerla y platicar muchas cosas. Era una persona generosa. En una ocasión tuve mi periodo y me manché, se me ocurrió lavar mi ropa interior, lo vio la cámara y me castigaron tres meses en una celda fría. En aquel lugar, nunca supimos lo que era un cumpleaños, una Navidad, un festejo, nada. No teníamos derecho a vivir pequeñas alegrías.
En aquel penal todo era malo, reír era castigo, teníamos que hacerlo sin hacer ruido. No podíamos hacer ejercicio dentro de la estancia porque era castigo.
Si nos queríamos acostar a dormir no podíamos porque la hora de dormir era en cuanto se apagara la luz. En ocasiones las custodias dejaban la luz prendida toda la noche. Yo casi no podía hacer ejercicio por la lesión que me causaron los militares el día de mi secuestro.
Habían afectado seriamente el manguito rotador, resolver ese problema requería una cirugía que no siempre quedaba bien en opinión del médico. Viviría con algunos antiinflamatorios con fuertes dolores por las noches. El tiempo y mi cuerpo se encargaron de curarlo.
En aquel penal nayarita se vivían cosas muy tristes y no pudimos escapar a la depresión. Tuve miedo de tomar antidepresivos por el daño que yo veía que causaba a las compañeras. La falta de ejercicio causaba sus estragos, yo había subido catorce kilos en menos de seis meses.
Realmente me sentía mal en todos los aspectos. Pensé en quitarme la vida, pero fui cobarde y no pude hacerlo. Menos, cuando una compañera se colgó de la reja buscando suicidarse.
Fue un momento de angustia y desesperación para mi verla en la madrugada colgada y pataleando, no sé de dónde saqué fuerzas para cargarla y evitar que muriera.
Lloramos juntas el resto de la noche. Quedó muy lastimada de la tráquea y fue castigada por alterar el orden. Yo me preguntaba ¿porqué estoy viviendo esto Señor? Fue en ese lugar que volví a soñar con Dios”.
El desgarrador testimonio de Ana Georgina no pudo pasar desapercibido para quien esto escribe.
Nadie que se respete puede ignorarlo sin afectar su conciencia y condición humana. Es algo que deberemos tener presente siempre abandonando la indolencia y falta de solidaridad con los que sufren.
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M21