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									Carlos Manzo no gobernaba desde el escritorio. Caminaba, escuchaba, pedía apoyo. Era un alcalde que sabía el riesgo que enfrentaba.
Carlos Manzo no gobernaba desde el escritorio. Caminaba, escuchaba, pedía apoyo. Era un alcalde que sabía el riesgo que implicaba no esconderse…
Ingeniería Política / Por: Aldo San Pedro* / X: @a_snpedro
**Las opiniones vertidas en este espacio son de exclusiva responsabilidad de quienes las emiten y no representan, necesariamente, la línea editorial de este medio**
El asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo Rodríguez, durante el Festival de Velas del Día de Muertos, no fue solo un crimen: fue una afrenta directa al país entero. Lo mataron frente a su familia, mientras sostenía a su hijo y saludaba a su gente. En ese instante, el miedo quiso volver a ocupar el espacio público, pero Michoacán, otra vez, se negó a arrodillarse.
Carlos Manzo no gobernaba desde el escritorio. Caminaba, escuchaba, pedía apoyo y, sobre todo, se mantenía visible. Era un alcalde que sabía el riesgo que implicaba no esconderse. Lo había advertido semanas antes: “No quiero ser uno más de los ejecutados”. Aun así, no se fue. Creía que los municipios no se defienden con discursos, sino con presencia. Por eso, su muerte duele doble: porque arrebató la vida de una autoridad electa y porque exhibe la fragilidad de quienes enfrentan al crimen en los niveles más cercanos a la ciudadanía.
Un ataque contra la convivencia pacífica
El ataque que le quitó la vida fue un golpe no solo contra un gobierno local, sino contra la posibilidad de convivencia pacífica. Frente a esa violencia, la unión entre la ciudadanía y el Estado debe ser la respuesta. No se trata de esperar a que alguien más resuelva el problema, sino de asumir que el crimen organizado no se derrota con miedo ni con indiferencia, sino con coordinación, confianza y corresponsabilidad. La seguridad no empieza en los despachos, sino en las calles donde la gente decide no rendirse.
Esa noche, la reacción institucional fue inmediata. Dos agresores fueron detenidos y uno abatido. Desde el Gobierno Federal, Omar García Harfuch encabezó las acciones junto al gabinete de seguridad. No hubo demora ni silencio. Y aunque nada devuelve la vida de Manzo, la respuesta oportuna envió un mensaje claro: la impunidad no puede seguir siendo costumbre. La ciudadanía no pide milagros, pide eficacia; no quiere promesas, exige resultados.
Manzo impulsó acciones concretas
En su breve gestión, Manzo impulsó acciones concretas: calles iluminadas, espacios recuperados, mercados rehabilitados y mayor presencia policial. Su sombrero, al que su esposa Grecia Quiroz llamó símbolo de esperanza y dignidad, se convirtió en emblema de un pueblo que no se resigna. Cuando ella dijo “su sombrero no cayó”, resumió el mensaje que México necesita: la dignidad no se mata a balazos.
Hoy, la lección es clara. El crimen organizado no solo asesina personas: busca quebrar la idea misma de comunidad. Pero cada vez que una autoridad cae por servir, el Estado tiene la obligación moral y política de responder con hechos. Harfuch enfrenta esa prueba en Michoacán, no como reto personal, sino como responsabilidad de gobierno: demostrar que la estrategia de seguridad puede resistir la presión del miedo y que la ley, cuando actúa, aún tiene autoridad.
Su historia no termina con su asesinato
La historia de Carlos Manzo no termina con su muerte, sino con el eco que deja en la conciencia de un país que busca reconciliar la valentía con la esperanza. Su caída, en pleno desfile del Día de Muertos, no simboliza derrota, sino la evidencia de que todavía existen servidoras y servidores públicos dispuestos a enfrentar el miedo para proteger a su gente. Hoy, el deber del Estado es convertir su ejemplo en acción, su ausencia en aprendizaje y su memoria en política pública. Si la respuesta institucional logra transformar el dolor en resultados, entonces Uruapan no será recordada como la ciudad donde cayó un alcalde, sino como el lugar donde México decidió no volver a rendirse.
*[email protected] / Instagram: aldospm / Facebook: Aldo San Pedro


