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La fuerza de la Inteligencia Artificial (IA) es la versatilidad, pero su límite es claro: no comprenden lo que producen. Lo que para muchas y muchos parece casi mágico sólo es el resultado de patrones memorizados, no de un razonamiento real.
La fuerza de la Inteligencia Artificial (IA) es la versatilidad, pero su límite es claro: no comprenden lo que producen. Lo que para muchas y muchos parece casi mágico sólo es el resultado de patrones memorizados, no de un razonamiento real.
Ingeniería Política / Por: Aldo San Pedro* / X: @a_snpedro
En la historia de la tecnología hay momentos que marcan un antes y un después. Así ocurrió con la llegada del internet, con la expansión de los teléfonos inteligentes o con la irrupción de las redes sociales.
Hoy, frente a nuestros ojos, estamos viviendo otra transformación que podría ser aún más decisiva: el paso de una inteligencia artificial que imita a una que entienda. No se trata de un debate de especialistas, sino de la frontera política, económica y social que definirá cómo se organiza el mundo en las próximas décadas.
La inteligencia artificial que usamos cotidianamente, desde asistentes de voz hasta programas capaces de redactar un texto, pertenece al universo de la IA generativa. Estos sistemas aprenden de enormes cantidades de datos y con ellos predicen lo que “probablemente” sigue en una oración, en una imagen o en una línea de código. Son máquinas estadísticas de imitación.
IA generativa: máquinas que predicen, no que razonan
Su fuerza es la versatilidad, pero su límite es claro: no comprenden lo que producen. Lo que para muchas y muchos parece casi mágico —que un modelo escriba un ensayo, genere un retrato o resuelva una ecuación— en realidad es el resultado de patrones memorizados, no de un razonamiento real.
Frente a este escenario aparece el horizonte de la Inteligencia Artificial General (AGI, por sus siglas en inglés), cuyo objetivo sería replicar la capacidad humana de razonar, aprender de la experiencia y adaptarse a situaciones completamente nuevas.
Mientras la IA generativa solo responde dentro de lo que ha visto, la AGI aspiraría a integrarse en tiempo real a contextos inéditos, construyendo significado y tomando decisiones con una flexibilidad cercana a la nuestra. Esa es la verdadera disyuntiva: si seguiremos conviviendo con máquinas que imitan o si presenciaremos el nacimiento de máquinas que entienden.
Microsoft vs. OpenAI: una alianza en tensión
El debate no es abstracto. Dos gigantes de la industria, Microsoft y OpenAI, se encuentran en el centro de esta carrera. Al inicio fueron socios estratégicos: una alianza de más de diez mil millones de dólares que permitió a Microsoft incorporar los modelos de OpenAI en productos como Copilot, Office 365 o Bing. Sin embargo, lo que comenzó como un matrimonio tecnológico ejemplar hoy se acerca a un divorcio silencioso.
El motivo es la llamada “cláusula AGI”, que permitiría a OpenAI romper el contrato con Microsoft si declara que alcanzó la inteligencia general. Para los de Redmond, esta cláusula es un riesgo existencial: podrían perder acceso a la tecnología justo en el momento en que más la necesitan. Para OpenAI, es su seguro de independencia frente a inversionistas y socios que buscan controlar la joya más codiciada de la era digital.
La tensión ha llevado a Microsoft a preparar un camino propio. En 2025 presentó dos modelos entrenados en sus propios laboratorios: MAI-1-preview para texto y MAI-Voice-1 para voz. Aunque aún no alcanzan el nivel de sofisticación de GPT-5, marcan una estrategia de independencia. El mensaje es evidente: Microsoft no quiere ser solo cliente, sino competidor directo. El movimiento también refleja algo más profundo: el reconocimiento de que la AGI podría convertirse en el bien más valioso del planeta y que depender de un tercero sería políticamente insostenible.
La voz de Musk: advertencias y rivalidades
En este terreno de disputas empresariales emergen también las advertencias de figuras como Elon Musk, quien ha acusado a OpenAI de abandonar su misión original y de transformarse en una empresa orientada al lucro, demasiado dependiente de Microsoft. Musk llegó a afirmar que, tras el lanzamiento de GPT-5, OpenAI “se comería vivo” a Microsoft.
Más allá de la exageración, la frase refleja el ambiente de carrera armamentista que rodea a la inteligencia artificial: no es solo una competencia tecnológica, es una lucha por el poder global.
Lo cierto es que, más allá de la retórica, ya existen señales que apuntan hacia algo nuevo. Investigadores de Microsoft Research publicaron en 2023 el estudio “Sparks of Artificial General Intelligence”, donde documentaron experimentos con GPT-4 que parecían mostrar “chispas” de razonamiento general: resolver problemas matemáticos complejos, interpretar contextos inéditos, generar código creativo.
Eran destellos, no una inteligencia plena, pero suficientes para encender un debate mundial. La llegada de GPT-5 en 2025 aumentó la expectativa, aunque la realidad fue más matizada: mejoras en velocidad y eficiencia, pero todavía lejos de un entendimiento humano.
Dos inteligencias, dos futuros posibles
Estos destellos deben leerse con cautela. Son avances reales, pero no pruebas definitivas de que la AGI ya exista. Funcionan como los primeros vuelos de los hermanos Wright: demostraciones de posibilidad más que soluciones listas para transformar la vida cotidiana. Sin embargo, su valor estratégico es enorme: movilizan inversión, presionan a gobiernos para preparar regulaciones y generan una narrativa pública que influye en mercados financieros y decisiones políticas. Aquí radica un riesgo adicional: que las empresas usen el término AGI como arma de marketing o como ficha contractual, sin que haya evidencia de un salto real.
Comprender la diferencia entre IA generativa y AGI es fundamental. La primera es poderosa dentro de los límites de sus datos; la segunda promete trascender esos límites y construir conocimiento propio. La primera responde como un traductor que domina el francés porque memorizó millones de textos; la segunda sería como un viajero que llega a una comunidad y aprende el dialecto local a través de la interacción y la experiencia. Una imita; la otra entiende. Y en esa diferencia se juega el futuro de la humanidad digital.
¿Progreso compartido o concentración del poder?
Mientras tanto, en la vida diaria ya experimentamos impactos profundos de la IA generativa. Estudiantes que la usan para estudiar, profesionistas que redactan informes con su apoyo, mexicanas y mexicanos que encuentran en Copilot una herramienta que ahorra tiempo en sus trabajos. Todo ello anticipa cómo podrían cambiar nuestras rutinas si se concreta la AGI: diagnósticos médicos más precisos, justicia más accesible, ciencia acelerada. Pero también riesgos mayores: pérdida masiva de empleos, manipulación política a escala inédita, concentración del poder tecnológico en unas cuantas manos.
El futuro de la inteligencia artificial no dependerá únicamente de cuándo llegue la AGI, sino de cómo decidamos construirla y gobernarla. No será un asunto técnico menor, sino la frontera que definirá el rumbo de nuestra civilización digital. La AGI representa la posibilidad de contar con máquinas que aprendan y razonen como nosotras y nosotros, capaces de transformar la ciencia, la economía y la vida cotidiana; pero también encierra riesgos inéditos si su desarrollo queda en pocas manos o se desalinean sus objetivos de los valores humanos. La conclusión es clara: el futuro no dependerá de la fecha exacta en que crucemos el umbral, sino de si somos capaces de garantizar que esa nueva inteligencia se convierta en un motor de progreso compartido y no en una herramienta de amenaza o desigualdad.
* [email protected] / Instagram: aldospm / Facebook: Aldo San Pedro