Por Frei Betto* (Prensa Latina).
Esta Navidad pondré en práctica sabias lecciones de vida: pan que se guarda endurece el corazón; la cabeza piensa donde pisan los pies; lo contrario del miedo no es el valor, sino la fe.
Les contaré en secreto a los peregrinos tres aforismos de mi buen vivir: Dios tiene sabor de justicia; la vida viaja a bordo de una paradoja; la muerte es verbo y no se conjuga en presente, sino siempre en pretérito y futuro.
Cultivaré cada uno de mis cabellos blancos, modelaré con grasas la flaccidez de mis carnes y preservaré con celo las arrugas que maquillan mi rostro de sabiduría.
Trataré a mi semejante con la reverencia de los ángeles y lavaré las puertas de la ciudad para recibir festivamente a quienes traen buenas nuevas.
Violaré todas las reglas de la civilidad torpe que me encorbata con cabestros, y rasgaré las etiquetas que me hacen perder horas en cuidados superfluos. Me arrancaré de un tirón las esposas del tiempo que me esclaviza al ritmo implacable de los minutos y los segundos.
Seré irresponsablemente feliz, liberado de la omnipotencia que recubre de furia mi excesiva fragilidad. Me confesaré a mí mismo mis pecados y, crucificado en un carrusel gigante, resucitaré con la inocencia de los niños que sonríen presas del vértigo.
Nombraré para el gobierno de la ciudad a un jinete que llegue montado en un asno y tenga las manos callosas como de quien ha cavado las entrañas de la tierra. No les concederé un lugar a los príncipes revestidos de palabras vanas, ni pondré mi confianza en los pregoneros sordos al clamor de los desvalidos.
Esta Navidad dejaré que mi cuerpo flote en alturas abisales y acariciaré una por una mis cicatrices, develando historias y aprehendiendo en la punta de los dedos mi perfil interior.
No recurriré al bisturí de las falsas impresiones, ni al espectro de la esbeltez anoréxica. El tiempo seguirá masajeando mis músculos hasta hacerlos fláccidos como las delicadezas del espíritu.
Suspenderé todas las declinaciones, excepto la que aprendo en la academia de los místicos. Beberé de mi propio pozo y abriré el corazón al ángel de la limpieza para que tire por la ventana de la compasión iras, envidias y amarguras.
Pisaré sin zapatos el calor de la tierra viva. Bailarín ambiental, danzaré abrazado a Gaia al son ardiente de canciones primordiales. De ella recibiré el pan y a ella le daré la paz.
Encendidas las estrellas, contemplaré en la penumbra del misterio ese cuerpo glorioso que me funde con el Universo en un sacramento divino. Su trigo brotará como alimento y sus uvas harán correr ríos embriagadores de saciedad.
En la mesa cósmica ofreceré las primicias de mis sueños. Con las manos vacías, recibiré el cuerpo del Señor en el cáliz de mis carencias. Me hincaré de rodillas ante el misterio de la vida y contemplaré el rostro divino en la faz de quienes nunca han sabido que Cosmos y cosmético son palabras griegas que hunden sus raíces en la misma belleza.
Desnudaré mis ojos de todos los prejuicios y rogaré por una fe que esté por encima de todos los preceptos. Como Ezequiel, contemplaré el campo de los muertos hasta ver el polvo consolidarse en huesos, los huesos juntarse en esqueletos, los esqueletos recubrirse de carne y la carne henchirse de vida en el Espíritu de Dios.
Proclamaré el silencio como acto de profunda subversión. Desconectado del mundo, desterraré de mi alma todos los ruidos que me inquietan y, vacío de mí mismo, seré hecho pleno por Aquel que me envuelve por dentro y por fuera, por encima y por debajo.
Eliminaré de mi mente la profusión de imágenes y represaré en el olvido el turbión de las ideas. Privaré de sentido las palabras.
Absorbido por el silencio, aguzaré el oído para escuchar la brisa de Elías y los ojos para admirar lo que extasió a Simeón.
Ya no haré de mi cuerpo mero aderezo extraño al espíritu. Seré una sola unidad, onda y partícula, verso y reverso, anima y animus, yin y yang.
Recogeré en las esquinas todos los cuerpos indeseados para lavarlos antes de que salgan de sus capullos y levanten el vuelo a la eterna edad.
Curaré de su ceguera a los que se miran en la mirada ajena y untaré cremas bíblicas en el rostro de todos los que se consideran feos, hasta que se transparente en ellos el esplendor de la semejanza divina.
Arrancaré del suelo de hierro los pies congelados de la falta de solidaridad y haré llegar un viento fuerte a los que temen el peso de sus propias alas. Al alcanzar la cima del mundo verán que todos somos un solo cuerpo y un solo espíritu.
Haré de mi cuerpo hostia viva, de mi sangre, vino de alegría. Ebrio de efusiones y gracias, enlazaré en un abrazo cósmico a todos los pueblos, y en el salón dorado de la Vía Láctea valsaremos hasta que la música sideral haya agotado la sinfonía escatológica.
En la concreción de la fe anunciaré a los cuatro vientos la certeza de la resurrección de la carne y de todo el Universo redimido. Entonces, lo que es tierno en los límites de la vida se convertirá en eterno cuando la muerte nos transmute.
En esta Navidad cultivaré al niño que me habita, me deslizaré por el tobogán del arcoíris, cortaré la luna en tajadas de queso y pasearé en el carrusel gigante del sol, porque la vida es breve y los aferramientos fastidiosos.
Seré desenjaulador de pájaros, porque creo en el milagro de la resurrección, y desdeñaré las señales de muerte, convencido de que el amor supera al dolor y de que la vida extrapola el concepto. (Prensa Latina/rmh/fb)
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*Frei Betto es escritor brasileño y fraile dominico, conocido internacionalmente como teólogo de la liberación. Es colaborador de Prensa Latina