Gobernar a un país es construirlo. Mejor dicho, conducir y mejorar su construcción, más allá de la obra pública y los servicios de gobierno. Implica la recreación y fortalecimiento de identidad entre su población y el orgullo de pertenencia.
México vive un proceso acelerado en esta vital materia de identidad y orgullo.
El Presidente de la República asume cabalmente su función de dirigente de la Nación exaltándola, resaltando sus grandes valores e, incluso, reinventándolos.
Subraya la riqueza de las grandes civilizaciones ancestrales y su resistencia secular.
Destaca la forma en que la herencia nos ha hecho capaces de renacer después de grandes catástrofes. Incluidos los malos gobiernos y las intervenciones del exterior.
De manera recurrente, cotidiana y hasta machacona, López Obrador ejerce su labor didáctica. Con la que siembra y arraiga el orgullo por la grandeza de México y nos identifica como mexicanos. Como campanadas que nos despiertan y nos convocan a actuar en consecuencia.
Todo lo anterior a contracorriente de una degradación que se enseñoreaba de la manera de concebirnos al interior y ubicarnos en el mundo. Siempre en la búsqueda de modelos ajenos a seguir.
Las tres grandes transformaciones registradas en nuestra historia se produjeron por el desgate de un modelo preexistente con la violencia armada como instrumento principal.
Tal violencia produjo profundos desgastes del país como tal y lo orilló a quedar sometidos a poderes ajenos cuyos intereses difícilmente coincidían con los nacionales.
La Revolución Mexicana, con todos sus avatares, registró un importante contenido nacionalista, confrontado con los grandes intereses extranjeros dominantes en el país. De ahí que la Expropiación Petrolera hubiese concitado un gran orgullo nacionalista y hecho concurrir las mejores voluntades. Para defenderla y hacerla progresar con gran éxito, duradero por varias décadas.
Pero el mundo y sus grandes poderes también se fueron transformando y fortaleciendo.
Al término de la Guerra Fría, con el dominio de una sola hegemonía mundial, se pretendió imponer un pensamiento único político, cultural y económico. Preconizó el fin de la historia y el advenimiento de una globalización. Estandarizadora, obviamente la del hegemón norteamericano y una economía a modo de sus intereses: el llamado neoliberalismo.
Mediante la utilización de todo un arsenal de medidas de presión económica, el mundo entero (o casi) se ajustó al modelo, México en lugar destacado.
El nuevo paradigma implicó una cultura homogénea que trastocó los valores autóctonos y exaltó los “universales” de la competencia por el poder del dinero.
Hollywood produjo cine para todo el mundo y con él el modo de vida de su conveniencia, por sólo mencionar un ejemplo. Lo propio se convirtió en folklore para atraer turistas que, por cierto, se alojaban en sus hoteles y comían en sus restaurantes.
Mientras, las grandes empresas imponían sus productos. Acumulaban sus ganancias y explotaban las riquezas naturales de las naciones, generando la peor crisis de desigualdad de la historia de la humanidad.
Hasta que comenzó a hacer agua y a hundirse. Los pueblos del mundo se han venido levantando para recuperar la economía, la política y la cultura perdidas.
Hay malestar y hay guerras; hay inflación y empobrecimiento; abunda la desesperanza.
En estas condiciones, el esfuerzo por recrear patria y asumir caminos de privilegio al humanismo, son una enorme contribución al bienestar nacional y también mundial. Ojalá sepamos aquilatar.